Más del 56 % de la población mundial vive hoy en ciudades. Para 2050, se espera que esa cifra supere el 70 %, según Naciones Unidas. Pero mientras el mundo se urbaniza, el verde retrocede: los espacios naturales en las ciudades han disminuido del 19,5 % en 1990 al 13,9 % en 2020. A esto se suma otro dato inquietante: más de 2000 millones de personas podrían estar expuestas a un aumento de al menos 0.5 °C en las ciudades hacia 2040, de acuerdo con el último informe de ONU-Hábitat.
En este escenario, la agricultura urbana florece desde abajo. Desde huertas comunitarias en barrios populares hasta microbosques en ciudades áridas, distintas iniciativas ciudadanas están sembrando nuevas formas de habitar lo urbano.
¿Qué voy a leer en este artículo?
En las favelas de Río de Janeiro, en Brasil, donde las casas se apilan unas sobre otras, las huertas están devolviendo algo más que alimentos. Desde 2006, el proyecto Hortas Cariocas, financiado por la municipalidad, fomenta la creación de huertos orgánicos en escuelas públicas y comunidades de bajos ingresos. La idea no solo es cultivar, sino también generar empleo, acceso a alimentos frescos y empoderar a quienes cultivan.
Hoy está presente en 56 lugares de la ciudad brasileña con un sistema de agricultura urbana que produce cerca de 1000 toneladas de alimentos, beneficiando más de 10.000 familias.
Cada barrio recibe capacitación, equipo, uniformes y semillas. A cambio, los agricultores urbanos deben donar la mitad de la cosecha a escuelas públicas locales. El resto puede ser vendido, consumido o donado según el criterio de cada comunidad. Con el tiempo, el objetivo del proyecto es que los propios agricultores puedan gestionar los huertos por cuenta propia, de forma autosostenible.
El mayor logro del programa está en Manguinhos, donde se encuentra el mayor huerto urbano de toda América Latina, un espacio de un kilómetro de diámetro con más de 300 semilleros.
El mayor logro del programa está en Manguinhos, donde se encuentra el mayor huerto urbano de toda América Latina, un espacio de un kilómetro de diámetro con más de 300 semilleros.
En 2001, en una de las peores crisis económicas en Argentina, un grupo de vecinos en Rosario decidió sembrar en terrenos baldíos. Así nacieron las primeras huertas comunitarias, cuando más de la mitad de su población argentina cayó por debajo del umbral de la pobreza.
Hoy, más de 300 personas, de las cuales el 60 % son mujeres, cultivan colectivamente en siete parques huerta y decenas de huertas más pequeñas en sus vecindarios. En total, son 75 hectáreas dentro del tejido urbano que producen unas 2.500 toneladas de hortalizas al año.
“Los consumidores se benefician porque nuestro producto es más fresco y asequible, ya que no tiene que transportarse por 500, 600 kilómetros”, dijo la agricultora urbana Marisa Fogante al World Resources Institute. “Existe un círculo virtuoso en el que los productores locales cultivan productos que pueden vender aquí, y los consumidores pueden acceder fácilmente a estos alimentos a pie o en bicicleta”.
En América Latina y el Caribe, pocas ciudades tienen este tipo de programas de agricultura urbana. En el caso de Rosario, el Programa de Agricultura Urbana es una política pública municipal que, desde 2002, propuso que las tierras en desuso dentro de la ciudad podían trabajarse en tiempos de crisis económica, social y política.
Desde entonces, el programa, premiado a nivel mundial, se ha expandido gradualmente a las áreas periurbanas de Rosario, en las afueras de la ciudad. Esta iniciativa dio lugar al Proyecto Cinturón Verde en 2015, una ordenanza de uso de la tierra que designa permanentemente 800 hectáreas de tierra periurbana para ser utilizadas para la producción agroecológica de frutas y hortalizas.
A la par, nació también el banco de semillas donde se resguardan alrededor de 400 especies y variedades de plantas. Dos veces al año reparte semillas a voluntarios, quienes aprenden a cultivarlas y luego devuelven nuevas semillas al banco, garantizando su diversidad y continuidad. Un sistema circular que conecta soberanía alimentaria, biodiversidad y comunidad.
En San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado de Lima, una familia ha cultivado lo improbable: un bosque en medio del desierto urbano. Todo comenzó en los años ochenta, cuando Esther Rodríguez Huamán decidió sembrar vida en el cerro donde vivía con su familia. Más de cuatro décadas después, su legado es un pequeño ecosistema lleno de árboles de naranja, lúcuma, mango, níspero, mandarina, olivo, toronja, guanábana, plantas medicinales, aves y mariposas.
Para sembrar en la desértica capital, la familia trajo injertos de otras partes del Perú, construyó andenes de piedra y tierra bajo una técnica milenaria de los incas, además de dos pozos de agua. Así, transformaron 4000 metros cuadrados de cerros en un oasis verde que refresca el aire y mejora el microclima local, según un artículo de El País.
En un distrito donde el acceso a áreas verdes alcanza apenas los 1.6 metros cuadrados por habitante, muy por debajo de los 9 recomendados por la OMS, esta “selva escondida”, como la llaman, se ha convertido en un pulmón, un refugio y un aula abierta para vecinos y escolares.
Fuentes:
- https://unhabitat.org/sites/default/files/2024/11/wcr2024_-_full_report.pdf
- https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/cities/
- https://elpais.com/america-futura/2025-04-29/la-familia-que-sembro-una-selva-con-mas-de-cien-especies-de-arboles-en-un-cerro-arido-de-lima.html
- https://resilientcitiesnetwork.org/hortas-cariocas-rio-de-janeiros-urban-green-gardens/