Evolución del fenómeno urbano

El fenómeno urbano continuó evolucionando en Asia y se extendió por el Peloponeso y el norte de África. En el fértil valle del Nilo floreció la civilización egipcia organizada políticamente en nomos – pequeñas provincias – y estructurada en torno al gran poder de los faraones.

Valle del Nilo

El fenómeno urbano continuó evolucionando en Asia y se extendió por el Peloponeso – Micenas, Cnosos, Rodas… - y el norte de África. En el fértil valle del Nilo floreció la civilización egipcia organizada políticamente en nomos – pequeñas provincias – y estructurada en torno a un gran poder centralizado, el de los faraones, un amplio sistema fiscal régimen de la esclavitud. Entre los años 2500 a.C y 1000 a.C, sus capitales vivieron el máximo esplendor: Menfis, centro del Imperio antiguo, tenía entre 500.000 y 700.000 habitantes hacia el año 2250 a.C.

Desde el siglo XI a.C. las polis griegas – Tebas, Esparta, Atenas… - acrecentaron su población y su poder. Sus fundadores, consultaban a sus dioses, a través de los oráculos, acerca del lugar idóneo para crear una ciudad, y valoraban distintos aspectos del entorno ante s de tomar una decisión.

Hacia el año 500 a.C., Atenas contaba con 100.000 habitantes, que llegaron a ser 290.000 unos doscientos años después. Entre el 400 y el 300 a.C., las calles ya se organizaban en cuadrícula, con manzanas uniformes, y el suelo se clasificaba por usos, distribuyéndose según especializaciones. En las polis griegas se cultivaron la filosofía y la medicina, la poesía y la historia y, durante un tiempo, funcionó el gobierno del pueblo.  Su éxito demográfico precisó el establecimiento, desde el siglo VII a.C., de plazas comerciales en el Mar Negro y con el fin de abastecer los mercados de las metrópolis.

La demanda de recursos de la urbe romana proyectaba una gran presión sobre el medio hacia entornos cada vez más distantes convertidos en graneros del imperio, objeto de control monopolístico que requería de cantidades ingentes de medios militares. Las inercias de la escala alcanzada por tal sistema, contribuirían a su colapso y caída.

Las características y dimensiones de la gran ciudad imperial se mantuvieron en las capitales califales de la civilización islámica, Damasco (Siria), Bagdad (Iraq), con 700.000 habitantes en el siglo IX, y Córdoba en España, que alcanzó su máximo esplendor entre los siglos XII y XIV como centro cultural, productivo y comercial. En torno a la alcazaba defensiva, su núcleo urbano se organizaba en barrios amurallados a lo largo de calles sinuosas que daba acceso a casas de planta baja y una altura, con patio y huerto, en ladrillo cocido, con vigas de madera, decoradas con azulejos y alabastro.

Los reinos medievales cristianos europeos fundaron, a partir de s. X, ciudades amuralladas con sus rúas, plazas porticadas e iglesias-catedrales románicas y góticas. Intramuros, el vecindario de los burgos gremiales vio florecer el comercio y los talleres en una ciudad cada vez más densamente. Junto a los palacios renacentistas y neoclásicos, una dinámica de crecimiento vertical fue convirtiendo los solares disponibles y las casas de planta de baja con huerto en casas de vecindad de más de una altura, en las cuales familias de 6 y más componentes disponían de un par de piezas con alcobas y una cocina.

Como ya sucediera con las grandes urbes de otras civilizaciones, tal evolución urbana dependía de recursos – alimentarios, energéticos…– recabados en lugares próximos, lejanos y remotos: entre los siglos XVI y XIX, distintos países europeos establecieron duraderos regímenes de colonización y esclavitud, desde México a Brasil, de India a África. Con ellos, el modelo europeo de ciudad saltaría de continente, primero a América Central, del Sur y del Norte. Con el paso del tiempo, fue acrecentándose la competencia por el suelo escaso dentro del perímetro urbano. Los ensanches urbanos no empezaron a desarrollarse hasta finales del siglo XIX, cuando el evidente hacinamiento de una población creciente empeoraba las condiciones de salubridad en viviendas sin agua corriente y retrete, en edificios de 4, 5 y más alturas, que disponían de un único servicio energético – contaminante -, el carbón.

En esos ensanches, se proyectarían edificios y viviendas amplias, bien ventiladas, con iluminación natural, abastecimiento de agua y saneamiento, que – a lo largo del siglo XX - llegarían a disponer de gas, baño, electricidad, calefacción y agua caliente.